En una noche de cansancio y de insomnio, Nolasco vislumbró la nueva Jerusalén del gozo compartido. Y comprendió.
Somos eternos peregrinos hacia la Jerusalén celeste, caminantes sin descanso hacia la patria añorada. Vamos haciendo camino al andar, como afirmó Machado, aunque ya alguien –Cristo- se manifestó como camino. Pero caben diversos senderos que se alejan, a veces, para volver después al camino real.
Nolasco pasó por indecisiones a la hora de elegir su propio camino vocacional. Los hagiógrafos las sitúan en diversos momentos de su vida. ¿Qué hombre no las tiene? ¿Es mejor la vida activa o contemplativa? ¿Inmiscuirse en los conflictos de la sociedad o retirarse a la dulce soledad? ¿Ser monje o redentor? Y una vez elegido el camino, fruto siempre de una decisión personal, del ejercicio de nuestra libertad, de una opción selectiva y arriesgada, caben cambios de dirección.
Nolasco, el redentor, amante de la libertad de los demás, sufría viendo hasta qué punto su acción liberadora no suprimía el mal de raíz. Le dolía comprobar cómo, después de esfuerzos inauditos –suyos y de sus compañeros mercedarios- no desaparecía la ignominiosa lacra de la cautividad. Cuando estos pensamientos torturaban su conciencia, otra imagen visionaria viene a iluminar su horizonte: la visión de la Jerusalén celeste, que ha sido objeto de varios artistas, entre ellos, de un modo muy destacado, de Zurbarán.
Nolasco entiende que, siempre que la elección esté centrada en la ciudad dichosa, cualquier camino es válido. La luz proyectada por la visión de la Jerusalén celestial disipa nubarrones en el camino vocacional. También aquí la leyenda es aleccionadora.