Nació el niño Nolasco y le pusieron por nombre Pedro. Y, aunque era piedra, pronto supo de miel y de susurros melodiosos. Cuenta la leyenda que, siendo aún bebé, un enjambre de abejas emigrantes –en busca de colmena- aterrizó en la palma de sus manos, que se abrieron gozosas para acogerlas. Siempre fue Nolasco el de manos abiertas, no el de puño cerrado. Y en sus manos abiertas las abejas fabricaron panales de miel pura.
El niño se extasiaba contemplando el vuelo apresurado de las dulces abejas y alguna vez se llevaba a los labios un dedito de miel, embadurnando su cara de ese néctar, de ese “oro potable”, el mismo que más tarde ofrecería al cautivo esclavizado, para aliviar su amarga condición. Cuando se hizo mayor, quiénes lo vieron cuentan cómo seguía abriendo sus manos, puertas y corazones, para acoger y dar consuelo a todos. ¿Era un presagio de su vocación el enjambre en sus manos? ¿Se creó la leyenda para ilustrar su vida redentora, que tantas amarguras aliviaba? Nosotros contemplamos hoy sus manos con un panal dorado y sabrosísimo. Y esas manos de niño son las manos de todos los demás, de cada niño que –al venir a este mundo endurecido, hostil- recrea las caricias y anuncia la ternura. Las manos de un niño son una de las maravillas de la creación. En ellas está vivo el espíritu encarnado, se remansa la inteligencia en acción. Cerradas, como un diminuto corazón, o abiertas, como una flor de cinco pétalos, están siempre mendigando ternura, atesorando sensaciones nuevas. Manos acariciantes, suplicantes, aferrándose tercamente a cualquier objeto cercano, para apresar la vida que se estrena, para adquirir la certeza de que no se está solo, que siempre hay alguien o algo en cercanía amiga.
Comenzamos a vislumbrar la belleza de la leyenda mercedaria del emjambre de abejas, que fabrica un panal dorado de dulcísima miel en las manos del niño Pedro Nolasco. Como premonición, como presagio, como temprana profecía de su admirable vocación de dulzura compartida, de amor ofrecido generosamente para lograr la libertad del cautivo, esa dulzura sin par del ser humano. ¡Mira a tus manos, tan vacías, pero cargadas de posibilidades, hasta convertirlas en susurro de abejas creadoras, en miel para tu hermano!