Nolasco, comprometido ya en la obra de redimir cautivos, consagra tiempo, esfuerzos, dinero, caridad sin límites y presencia continua, junto a los cristianos que estaban sin libertad. Arraigado en la tierra firme de su amor al prójimo, como la oliva mediterránea, ofrecía el bálsamo suave de su misericordia liberadora, aceite que ungía la esperanza de los cautivos y aliviaba el dolor de sus llagas a flor de piel, a flor de alma.
Sí, Nolasco y su obra se identificaban -en un símbolo ecológico familiar y muy vivo en su mirada, bañada del verde esperanzador- con la oliva: En medio de la aridez circundante, ella mantiene el verdor permanente de la esperanza y el fruto ansiado, que -después de ser triturado en el lagar del dolor- se transforma en el óleo de la consagración, en el aceite de suave fragancia y permanente alivio.
Era un atardecer cárdeno y triste. Llegaba el redentor con su fatiga a cuestas, después de consumir sus ahorros en canjear cautivos y visitar mazmorras día y noche. El cansancio le venció, finalizada ya su oración, y en el recinto estrecho de su morada, tuvo el siguiente sueño: Se encontraba en un atrio, bajo un inmenso olivo, una oliva gigante que le cubría maternalmente, con el verde perenne de sus ramas. Se sentía inmerso en el lugar ameno, bajo el amparo de la vida pujante y multiforme. Pero de pronto llegan hombres siniestros, que con sus hachas intentan desmochar la oliva, cortarla de raíz y aniquilarla. Otros aparecen a su vera para ayudarle a preservar su vida de tamaño crimen ecológico. Nolasco -en su visión onírica- se siente maniatado, impotente, sin fuerzas para actuar. Está arrobado en la visión, contemplativamente, ojo avizor. Escucha el recio golpe de las hachas sobre el tronco y las ramas. Ve la heridas crueles causadas por impulsos destructores. Sufre, a cada hachazo, como si se clavara en su misma carne. Se siente indefenso ante el mal en acción. Es entonces cuando los hombres buenos impiden que la oliva se aniquile, con su acción bienhechora. Y todos, asombrados, contemplan cómo se realiza el prodigio: A cada rama desgajada, a cada golpe en la raíz, retoñan nuevos brotes, se multiplican las raíces. La oliva era más fuerte que las fuerzas del mal. La vida era más fuerte que la muerte. La oliva retoñante no tenía nada que temer a la crueldad despiadada y destructora. ¡Era sabia su savia! Las heridas provocadas en sus viejas ramas provocaban retoños juveniles, energías renovadas, más vida y más frondosa variedad de brotes vigorosos.
Guardó siempre Pedro Nolasco la impresión de esta imagen en su mente. Se esforzó en descifrar este emblema, visualizado en sueños y grabado en su fina sensibilidad. Fue comprobando a lo largo de su acción redentora cómo las fuerzas del mal no podrán nunca contra la Iglesia de Cristo.
A partir de este sueño luminoso. Venció Nolasco toda tentación de pesimismo o desesperanza. Venció desde entonces la tentación de la tristeza: Sí, ¡un santo triste es un triste santo!